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Carmela y Roberto se reían. Tratamos de hablar entre el ruido del reguetón, pero sólo pudimos intercambiar algunos gritos. Le echábamos broma a Carmela, quien sin darse cuenta había comenzado a seguir el ritmo de la música con la cintura. Carmela odia, u odiaba, el reguetón. Ese desliz fue el segundo y definitivo indicio.

Al llegar a Chacaíto, ya lo tenía decidido. Carmela y Roberto se extrañaron cuando les pedí que me esperaran. Entre el vuelo rasante que nos condujo de la autopista Francisco Fajardo a la primera entrada a Chacaíto, vi cómo el peluche le mostraba el celular al chofer, ufanándose de una posible conquista femenina, quizás un mensaje de texto (de sexo) prometedor.

−Hay rumba en casa del Lobo –dijo.

Lo tenebroso de la imagen fue lo que me terminó de convencer. Debía escribir una crónica sobre la rumba en Caracas y Caracas me estaba indicando el lugar.

Para mi sorpresa, el peluche aceptó el trato. Me permitiría acompañarlo a la rumba en casa del Lobo. Carmela y Roberto, que se habían acercado, no podían creer lo que estaban escuchando. Germain (que así se llamaba el peluche, al menos fonéticamente) se retiró un momento.

−Estás jodiendo, ¿verdad? –dijo Roberto.

−Te pueden matar –dijo Carmela.

−Ni estoy jodiendo ni me van a matar –les dije, o creo que les dije.−Pueden venir, si quieren.

−Yo te acompaño, no te voy a dejar solo en esa vaina. –dijo Roberto.

−Tú no vas a ningún lado –dijo Carmela.