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No hay caso: el béisbol es para la gente del interior de Colombia un deporte que incita al bostezo.

El expresidente Alberto Lleras lo definió con el adjetivo “letárgico”.

El poeta Juan Manuel Roca me dijo una vez que lo más aburrido que se le ha ocurrido al ser humano desde los tiempos de Adán y Eva es ponerse a jugar béisbol.

— En la pausa entre un inning y otro – exageró – habría tiempo para leer El Quijote.

Andrés Osorio, periodista de la agencia EFE y exalumno mío, ni siquiera sabe cuáles son las posiciones de los jugadores. Un día, frente al televisor, Osorio cometió el sacrilegio de hablarme mientras yo festejaba un jonrón de Rentería. ¡Y hay que ver las preguntas con las cuales interrumpió mi gozo!

— Oye, ¿cómo se llama el tipo ese que está acurrucado?

— ¿De quién me hablas?

— Del tipo ese que se parece a Hannibal Lecter. ¿Le ponen esa careta para que no muerda al bateador o qué?

Aquella vez no le respondí, pero hoy lo haré en esta columna: ¡Ese es el catcher, Andresito, el catcher! Lleva la máscara para protegerse en caso de que la bola que lanza el pitcher a noventa millas por hora le dé en el rostro, o en caso de que el bateador lo golpee al mover el bate hacia atrás.

Siempre he creído que el béisbol no gusta en el país andino porque fue un deporte que originalmente entró a Colombia por el país caribe. Como los nativos del país andino no lo aprenden desde la infancia, no lo juegan; como no lo juegan, no lo entienden, y como no lo entienden, no lo disfrutan.

No digo que nosotros, los nacidos en el Caribe, seamos genios porque entendamos y disfrutemos el béisbol, y los del interior sean brutos porque lo desprecien. Digo que uno solo puede deleitarse con ciertos deportes cuando estuvo cerca de ellos, culturalmente, desde el principio.

Ese es el motivo por el cual yo me aburría cuando transmitían una carrera del automovilista Juan Pablo Montoya. Le deseaba toda la suerte del mundo, pero me mantenía lejos del televisor porque la imagen de unos tipos corriendo a toda velocidad en sus bólidos nunca me ha parecido ni estética ni emocionante.

Nadie me enseñó temprano qué diablos son los “pits”, y tampoco entiendo cuál es el tal “algoritmo del aceite”. Además, entre una vuelta y otra no hay tiempo para leer siquiera una página de El Quijote.

En cambio el béisbol se juega al mismo ritmo en el que vivimos los nativos del Caribe. En este deporte nadie sataniza los tiempos muertos, porque se entiende que, como en las buenas novelas, son el preludio de un clímax maravilloso.

Me gusta el béisbol, además, por la misma razón que alguna vez esgrimió Bill Veeck, ex propietario de los Indios de Cleveland: “Es la única cosa ordenada en este mundo tan desordenado. Cuando te pasan el tercer strike, ni siquiera el mejor abogado logra sacarte del apuro”.