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Me gustaría saber qué pensaría el primer presidente del Metro, José González Lander. Él, que sobrevivió por veinte años a cuanto gobierno adeco o copeyano pasó por Miraflores, para garantizar una continuidad administrativa en tiempos de la llamada Cuarta República. De seguro, tendría mucho qué decir. Más si supiera que sólo durante la gestión de Hugo Chávez han desfilado diez presidentes por la empresa de transporte. Casi uno por año. Así, como si se tratara de una bodega o una pulpería. Entro el andén −sombrío y silencioso− y al rato escucho al operador recordarle a los “señores usuarios” que deben permanecer detrás de la raya amarilla hasta que el tren se detenga. ¿Por qué tendrán que recordar siempre lo mismo?, me pregunto. Pero al ver al hombre que tengo al frente –moreno, de unos veinticinco años, jeans, gorra y zapatos de goma voluminosos− sobre la raya, entiendo por qué tanta repetición. Debe ser esa serpiente amarilla que ahora está dibujada en el piso del andén, con la intención de marcar distancia entre el caos y el orden, que tiene confundida a la gente. No veo otra explicación.

En mis travesías en el Metro −y que conste que son bastantes, como usuaria o reportera− he visto a operadores llamar la atención a pasajeros que saltan el torniquete. He escuchado regaños en público “a la madre irresponsable” que dejó a su hijo sentarse en el andén. He sentido pena ajena por “el hombre de camisa azul” a quien agarraron escupiendo hacia los rieles. He visto jóvenes viajando en el espacio que queda entre vagón y vagón por pura excitación. He recibido fotos de usuarios tomando cervezas en los pasillos del tren y de carteristas en acción. Y he pasado por aquella papelera que “meó” el borracho, que aparece en el famoso video de youtube. El viaje es libre para la anarquía.

En mi vagón −de paredes beige, sillas naranjas, techo y suelo marrón− se exhiben afiches que pretenden hacer entender que “Cumplir las normas del Metro es facilito”. Un niño es quien da lecciones de civilidad y le recuerda al usuario que debe ceder los puestos de color azul a los mayores. Otra niña señala que hay que usar audífonos para escuchar música, a fin de no interferir con los mensajes del operador. Pero no hay manera. A mi lado, un abuelo está parado junto a una de las puerta y de fondo escucho la salsa “No le pegue a la negra” como más bien si viajara en un “por puesto”.

La Cultura Metro caducó. Eso que fue ejemplo de civilidad de la ciudad murió de tan gastada. Y de ella sólo se acuerdan quienes vivieron los inicios del sistema. Allí por 1983. Cuando en la capital sólo había medio millón de vehículos y cerca de dos millones de habitantes, según cifras oficiales. El Metro, en ese entonces, transportaba un promedio diario de ciento cincuenta y tres mil pasajeros en días laborales. Hoy, luego de veintisiete años de servicio, la Caracas del Metro es otra. 1,9 millones de vehículos y cerca de seis millones de habitantes ocupan el territorio que se extiende hasta las ciudades dormitorios.

Demasiada gente para un sistema que fue diseñado para atender una demanda de 1,3 millones de pasajeros diarios y que en este tiempo no ha logrado crecer lo suficiente para mantener su capacidad instalada. Sin contar que tampoco ha logrado repotenciar una maquinaria que sobrepasó su vida útil. De allí que al menos treinta y dos de los cuarenta y ocho trenes de la Línea 1 presenten fallas, principalmente por problemas en sus motores. Más de veinticinco por ciento de las escaleras mecánicas de la Línea 1 (sesenta y nueve de las doscientas setenta y seis) no están disponibles por problemas de mantenimiento. Y el funcionamiento del aire acondicionado corre por cuenta del azar.