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Fotos Carlos Bello

Yordani estaba perdido, buscando su lugar en un contexto de violencia, delincuencia y drogas. Cuando lo expulsaron del liceo a los 13 años quedó a merced de la calle, pero la música lo conectó con personas que le dieron el impulso de salir adelante entre rimas y acordes

—¿Y qué vamos a hacer con todo esto? —dice el chamo viendo el paquete que les acaban de entregar para saldar una deuda.

—No sé. Yo nunca he fumado, y no creo que nos lo podamos fumar todo nosotros solos, es demasiada —responde Yordani con el paquete de 200 gramos en las manos.

—¿Y si lo vendemos? —pregunta el primero—. Es que creo que con la mitad le sacamos el doble de la plata que nos debía el pana y la otra es pa nosotros y así probamos.

¡Tan, tan, tan, tan! 

Suena agudo el golpe de unas llaves contra la puerta de metal de la entrada. Las dos perras ladran. Yordani, escribiendo y escuchando rap como todas las noches frente a la computadora, las manda a callar. No quiere despertar a nadie en su casa. Es tarde. Baja las escaleras que están a oscuras, porque desde hace muchas horas no pasa la luz del sol por la lámina transparente que está en el techo del descanso.

Se asoma. Afuera hay un hombre viendo de un lado a otro mientras sacude las manos que cuelgan. La luz naranja de la calle lo ilumina tenuemente. No lo conoce, nunca antes había visto su rostro. Pero igual le pregunta que si necesita algo.

—¿Aquí vive Yordani? —suelta rápido sin antes presentarse.

El adolescente le da un vistazo rápido al hombre de arriba abajo. Se pone nervioso, vuelve a pensar que nunca antes había visto esa cara, ni había escuchado esa voz, pero él sí sabía su nombre.

—No, yo no conozco a ningún Yordani —miente.

—¿Seguro que no? —insiste el hombre con voz seca mientras se acerca—. A mí me dijeron que aquí vivía Yordani y que tiene para vender. Yo tengo plata. Dile que tengo plata.

—No, vale. Te estoy diciendo que aquí no vive ningún Yordani. Que ni lo conozco —vuelve a mentir el joven moreno que oculta, en la penumbra, el sudor que le corre por la frente —. Además, ¿quién te mandó para acá?

Y voy pa’ lante no pienso perder

Todas las noches escribiendo en un papel

Y aunque a veces todo se pueda hundir

Yo voy a mí, no me pienso rendir

Yordani tiene 19 años y vive en el Sector 2 de San Blas, en una de las colinas de Petare, la barriada más grande de Venezuela y de América del Sur. Lo expulsaron a los 13 años del liceo, cuando estaba en séptimo grado, por mala conducta. 

—Tonterías que hacen los niños sin pensar en las consecuencias —dice con una sonrisa temblorosa que deja ver su tristeza por lo que ha vivido.

Es por eso que forma parte del casi millón de estudiantes venezolanos que han dejado los estudios en el ciclo básico y diversificado en los últimos siete años, según el índice de deserción escolar publicado por el Instituto Nacional de Estadística. Este joven conoce como escuela las esquinas de su calle, sus panas y las noches en su barrio.

Sin embargo, en este tiempo, a Yordani le faltaba algo. Se sentía perdido y con un vacío, como si le dieran un golpe en el pecho y se quedara sin aire. Comenzó a buscar y consiguió motivaciones en las palabras de aliento de su tío, en el voto de confianza de una vecina y al ver la angustia de su mamá por perderlo entre la violencia, la delincuencia y las drogas. El retumbe del beat, la pista que le da ritmo con bombo y bajo a su rap, lo acompañaban en esa búsqueda adolescente.

Su mamá trabaja todo el día. Sale en la mañana y regresa cuando ya comienza a oscurecer. Es personal de limpieza en un centro comercial, corta cabello y se rebusca en lo que salga para que en casa no falte la comida.

—Es difícil tener un hijo adolescente y no poder estar encima de él todo el tiempo. Yo lo regañaba y lo regañaba, pero es fuerte, porque no lo podía vigilar siempre y él es muy inquieto —cuenta Carmen, levantando los hombros, seria, pero con ojeras oscuras que enmarcan su mirada apagada.

Al comienzo, su hijo pasaba todo el día en la casa. Aún era muy niño y lo podía controlar, pero con el tiempo, cuando Yordani cumplió 15, las inquietudes comenzaron a aumentar y las paredes y el techo se le hicieron pequeñas. Se fastidiaba de estar encerrado y sin hacer nada, y lo que comenzó por asomarse al balcón y salir a la puerta terminó en no regresar sino hasta la noche. 

—Yo me la pasaba de esquina a esquina —recuerda el joven, al que ahora también conocen como K-dosiz—. Esa era mi vida.

Su mejor amigo en esa época le llevaba 14 años. Era el vecino de al lado, al que no ve desde hace tres años porque se fue a Colombia. 

—Su familia lo mandó para allá, para que no lo mataran aquí —dice y se encoge de hombros.

Petare está ubicado en el estado Miranda, al centro-norte de Venezuela. Esta entidad federal es la que registró, en el año 2019, el mayor número de muertes violentas del país con 771 víctimas de las 3.771 que se contabilizaron en los 10 estados más peligrosos, según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV). 

El vecino, un hombre de baja estatura de unos 30 años, siempre recibía a Yordani en las escaleras de su casa. Pasaban las tardes viendo a la gente subir y bajar por la calle, jugando a apuestas al azar, resolviendo crucigramas y hablando.

—No quiero que te la pases con él, Yordani —reclamaba la mamá.

—¿Pero por qué? ¿Qué tiene de malo? —respondía el adolescente molesto sin dejar de moverse.

—Porque no es buena junta, porque tiene peos con las bandas (grupos delictivos) de la zona. Todos saben que él es malandro y lo están buscando —soltaba Carmen desesperada y molesta.

—¡¿Y qué importa?! Yo no soy malandro y él conmigo no malandrea, solo hablamos, me aconseja y es mi amigo. Allá los que tengan piques con él —decía restándole importancia al llamado de su mamá.

En ese momento, Yordani no entendía el llamado de atención de su madre. 

En la calle su amigo tenía problemas y por eso siempre estaba alerta, escuchando y viendo todo. «Hermano, no la sueñes porque el que duerme mucho, poco vive. En esta vida, en cualquier momento, puede llegar la policía y te mata dormido. Por eso tienes que pararte temprano», le repetía. «Párate temprano, párate temprano», resuena aún en la cabeza de K-dosiz.

Su «consejero» dejó de ir a fiestas estando chamo, porque siempre andaba asustado. Lo buscaban los malandros y la policía. A K-dosiz, cuando salía de su calle, lo miraban feo, gente que no conocía le preguntaba que si estaba vigilando para llevar información, «cantando la zona». Él se tenía que ir por temor.

Pero cada vez los límites se hicieron más grandes y ya no se la pasaba solamente en las escaleras del vecino. Bajo el poste, al final de su calle, hizo nuevos amigos. Eran un combo de chamos que se la pasaban todo el día calle arriba y calle abajo. Más grandes y más pequeños que él, pero todos juntos. Jugaban básquet, compartían cigarros y fastidiaban a todo el que pasara. Eran sus hermanos y él hacía lo que fuera por estar con ellos. 

—Cuando yo no tenía rial (dinero), me ponía a hacer cosas malas. Unos panas me encochinaban la mente, pero yo me dejaba. Para andar con ellos yo les decía “sí va, dale” y robábamos. 

Los teléfonos que “jalaban” en la calle en las mañanas los cambiaban por dinero y el dinero por chocolates, cigarrillos y cualquier otra cosa que en la tarde ya no tenían. El ciclo volvía a comenzar. Al principio era divertido, porque la adrenalina y tener plata lo motivaban, pero pronto Yordani dejó de sentirse bien. 

Una vez lo agarró la policía y, como tenía un porro de marihuana, le dijeron que se lo iban a llevar detenido. Le dieron vueltas por el barrio hasta que al final le pidieron dinero y Yordani los llevó hasta su casa. Recuerda avergonzado que todos lo vieron llegar en una patrulla. Justo en ese instante, sus vecinos estaban allí y su madre también. 

—En la cuadra nadie lo quería. Era grosero y andaba todo el día molesto, como si no le importara nada —cuenta Ela, de 24 años, quien es su amiga y lo conoce desde que eran niños —. Mi mamá lo quería lejos de ella y de mí. En ese tiempo nos distanciamos.

Llegaba a su casa y su mamá comenzaba a discutir. Todo eran gritos y llanto. Luego arrancaba su pelea interna. Él sabía que lo que estaba haciendo no estaba bien, pero no sabía cómo dar el salto. Pasaba horas escribiendo sobre su día. Reflexionaba acompañado por el bombo, la caja y la voz del rapero venezolano Canserbero diciendo: 

Cuando sientas que la vida te ignora,

llora, pero valora mientras sonrías.

Alguien decía que no siempre lloverá, 

en cambio, siempre, mañana será otro día.

La música era su resguardo, su momento de desahogo y de soñar con ser diferente. Esta, al igual que otras expresiones artísticas, es un mecanismo de defensa llamado sublimación que se basa en la capacidad que tienen las personas de transformar una experiencia dolorosa y turbia, en una creación que genera bienestar y es constructiva, explica Abel Saraiba, psicólogo y psicoanalista que coordina el Programa Creciendo sin Violencia y el Servicio de Atención Psicológica de Cecodap. 

Por eso, el psicólogo plantea que es quizás el mecanismo más sano para sobrellevar y superar las adversidades. 

—Si el arte no estuviera en su vida, ¿cómo hubiese tramitado lo que le pasa? —reflexiona sobre el efecto de esta actividad.

El mar de palabras en su cuaderno comenzó a convertirse en rimas y frases que reflejaban el miedo, la rabia, la vergüenza, la impotencia y la tristeza de verse perdido, y las ganas de dar el paso hacia algo distinto. Pero al día siguiente era lo mismo.

Aunque el camino sea difícil,

No importa, no te pares

Porque la fe mueve

Las montañas y los mares

«A ver, muéstrame qué has escrito», recuerda que le decía su tío, Geiker. «Cambia esta palabra aquí», comentaba el hombre revisando las letras. «¿Qué es eso, vale? No tienes por qué decir groserías para expresar lo que quieres», reprochaba, a veces, cuando escuchaba cantar a su sobrino. «No te refieras así a las muchachas, eso no está bien».

Yordani lo escucha y acepta lo que le sugiere. Corrige y se lo vuelve a mostrar. Lo admira, y quiere parecerse a él porque es un hombre humilde y honesto. 

—Cuando tenga una hija no me gustaría que saliera con el chamo que soy en este momento, pero sí con el chamo en el que me voy a convertir —le responde a su tío que lo cuestiona y lo pone a reflexionar.

Geiker, aunque trabaja hasta la noche y no siempre lo ve, a veces lo visita y se sienta a conversar con él en medio del olor a café que embriaga la sala. «Hijo, tú eres inteligente y capaz», «Puedes lograr cosas buenas, graduarte y trabajar honestamente», «Yo confío en ti, solo tienes que tomar la decisión y comenzar a trabajar», son frases que el adolescente abraza como un salvavidas. Pero la corriente es fuerte y revuelta.

—No vas a salir —dice con voz seria.

—¡Que sí voy a ir! —suelta molesto el adolescente—. Solo es una fiesta y ya, mamá.

—Ya te dije que no vas a ir, no quiero que andes por ahí en la noche, Yordani —exclama desesperada, Carmen—. ¡Es peligroso!

En sectores como éste, el efecto de la delincuencia se padece en los callejones y dentro de las casas. Lo enfrentan a diario pero también se refleja en las estadísticas. El estudio realizado por el OVV en 2019 registró que 28% de las muertes violentas por homicidio fueron varones adolescente entre 12 y 17 años. Viven con miedo, pues saben lo vulnerables que pueden ser, sobre todo los jóvenes. 

¡Bang, bang!

Todo el mundo corre y se empuja. Hay poca luz y nadie ve nada, ni de dónde vinieron los disparos ni una salida segura. Solo corren para alejarse del peligro y, como el resto, él también lo hace.

—Aquí las fiestas son así. La mayoría de los chamos andan con una pistola en la mano y los problemas son por cualquier cosa. Por mujeres, que si me viste feo, que si me pisaste los zapatos —explica con un tono apagado en medio de una risa nerviosa—. Entonces, si escuchas un tiro, sales corriendo sin preguntar qué pasó. Solo corres.

Yordani, con la botella que acaba de comprar en mano, salta de la platabanda de la casa hacia un techo bajo, como lo hacen los demás. Todos se pegan al rincón para resguardarse. Silencio, nadie habla. Solo las respiraciones aceleradas acompañan los disparos que vuelven a estallar en medio de la música que suena de fondo. 

—Yo no sé cuántos éramos, pero estábamos apretados —recuerda— y de repente, en medio de un sonido muy fuerte, el techo se cayó. Todos se levantaron y corrieron. Y yo en el piso gritaba «me dieron, me dieron». Estaba confundido. La botella se me había partido, me dolía mucho la pierna y estaba sangrando. Como pude me paré y empecé a caminar buscando cómo llegar a mi casa.

Con las manos llenas de sangre caminaba desorientado. Buscaba apoyarse de todo para no tener que afincar la pierna y poder apaciguar el dolor. Él había llegado a la fiesta en moto y con unos panas que lo dejaron solo. Llovía, su cuerpo que estaba sucio temblaba. Por la calle comenzó a bajar agua como un río e iba arrastrando todo a su paso, él incluído. La corriente lo empujaba y mojaba sus pies.

Pasando callejones y escaleras logró llegar, pero la entrada estaba cerrada. Su mamá le había jurado que si llegaba después de las 10 de la noche lo iba a dejar afuera. Con la herida, se trepó por un poste como pudo y se metió por el balcón de la casa de su abuela Rafaela, que hacía meses había fallecido. Él no había vuelto a entrar allí a pesar de que estaba puerta con puerta. Esa muerte aún le dolía tanto o más que la herida de su pierna. Ella confiaba en él, y lo creía bueno. Era quien le daba calma y no tenerla había hecho su vacío más grande.

Y allí estaba, tirado en la sala de la casa, mojado y con la ropa ensangrentada. Se revisó la pierna y vio que era una cortada por la botella rota y no una herida por bala perdida. Eso lo tranquilizó, pero, igual, avergonzado y triste se durmió en el piso.

La voz alterada de su mamá inundó la casa. La discusión comenzó otra vez y él, aunque sabía que no tenía cómo excusarse, le respondía. Era un contrapunteo. Las palabras se disparaban una tras otra como era habitual. «Sales todo el día», «no estás estudiando», «tienes malas juntas”, «te portas mal y no escuchas».

—Y de repente mi mamá se me desmayó en los brazos. Se estaba enfermando de los nervios y tuve miedo. Era mi culpa. Pensé que si seguía así, la iba a matar de la angustia.

Aunque el camino sea difícil,

No importa, no te pares

Porque la fe mueve

Las montañas y los mares

Yordani dejó de salir. Ya no pasaba todo el día con su grupo de amigos en la misma esquina. «¿Qué pasa, ganado malo? ¿Ahora te la tiras de mucho y prefieres estar solo?», le gritaban y se reían. Él los ignoraba. Ya no quería andar con ellos. No sabía cómo, pero quería cambiar.

Conoció a otro grupo de muchachos que se la pasaban en la cancha de San Blas. A ellos también les gustaba el rap y el freestyle. Se llaman Olympus Trap. A Mark Tommy lo vio cantando y K-dosiz dijo «yo también quiero». A los dos les gustaba improvisar, pero Yordani no lo había hecho nunca. Le daba pena y miedo que le dijeran: «¿Tú no eras malandro, chamo? ¿Y ahora te la tiras de rapero?».

Su amigo le dio el impulso para cantar. Se reunían a escribir, escuchar música y practicar el freestyle. Tommy ponía los cigarros y Yordani el café, y así pasaban las noches, envueltos en la música y las letras.

—Yo sé que soy una equis y una equis roja en un mar de equis. Y es que si mañana me muero a nadie le va a importar, nadie me va a recordar, porque no he hecho nada para que les importe —suelta las palabras como golpes y el ceño fruncido—. Y es que no es posible, en cualquier momento iba a llegar a los 30 sin saber nada. Solo conocía de mi esquina a la otra esquina. No he hecho nada por nadie y tampoco conozco a nadie. Quería estudiar, porque quería hacer algo más con mi vida. Que valiera.

A los 17 años entendió que necesitaba leer y estudiar para poder escribir mejor. 

—No quiero decir groserías. Quiero que entiendan lo que pienso, pero a veces no encuentro las palabras para decirlo. 

Tomó la decisión y se inscribió en un parasistema para continuar con sus estudios.Trabajar, ir a clases y, en los ratos libres, reunirse a improvisar y en las noches a escribir y leer lo que cayera en sus manos, se convirtió en su nueva rutina. Pero de nuevo tuvo que abandonar, y esta vez no por conducta, sino por la economía. Los trimestres que cobraban en bolívares, y que él mismo se podía pagar, pasaron a cobrarlos en dólares y ya no pudo cubrir ese gasto. No tenía el dinero para hacerlo.

—Otra vez lo mismo, Yordani, pensé y no quería. De pana no quería. Me encerré en mi casa. Sentí que no servía y que no podía lograr nada. Volví a tener miedo —cuenta con un nudo en su garganta y sus ojos se enrojecen.

Sus manos, con dedos largos y delgados, que siempre está moviendo y apretando mientras habla, se quedaron inmóviles. Parecen talladas en piedra. El joven moreno, de mirada esquiva pero cristalina, y de sonrisa amplia, se encoge y la luz del techo ya no le da en la cara, se ensombrece. Parece diminuto en el rincón de su cocina. 

Tu destino lo escribes

Son tus decisiones

No es el lugar en donde estés

Ni tampoco tus condiciones

—A mí una amiga me dijo: «Katy, necesito un favor, ayuda a este chamo. Él es bueno y tiene talento, le gusta la música y compone. Es bueno, en verdad es bueno, pero anda perdido en malos pasos y su mamá ya no sabe qué más hacer» —cuenta Katiuska Camargo, una petareña que ha impulsado desde hace dos años el proyecto Haciendo Ciudad, iniciativa que promueve la formación en ciudadanía mediante la transformación de espacios públicos en las comunidades. 

Katiuska acaba de llegar y pide una escoba. No pueden reunirse en un sitio que está lleno de basura. Limpia la calle a pleno mediodía mientras que los vecinos de la zona en donde vive su mamá la observan. Siempre anda de un lado a otro y no deja de hacer y hablar con quien se consiga. 

—Yo acepté la propuesta de mi amiga, y lo puse a él y a otros muchachitos que andaban con él, a trabajar y a limpiar conmigo. Les di unas escobas y unas palas. Vamonós, a dar el ejemplo —señala —. Y desde ese momento lo tengo cerquita.

La criticaron. «Que ese muchacho es un peligro», «no te estés juntando con esa clase de gente, Katiuska, que va a perjudicar tu imagen y tu proyecto», «ese es un malandro y anda empistolao», le decían los vecinos. Y ella más insistía. Les buscaba cursos, actividades, lo que estuviera en sus manos para mostrarle otra cosa a esos jóvenes.

—Yo les respondía: «yo no lo he visto en nada de eso y a mí lo que me importa son las acciones y ese chamo, limpiando aquí conmigo, está haciendo más de lo que ustedes están haciendo criticando» —señala la activista social que trabaja bajo el lema «más acción, menos lírica».

Tú tienes el poder

Solo cambia la visión

Te sobra la energía

Toma ya una decisión

Es martes, son las 8:30 de la mañana y ya la calle principal del Sector 2 de San Blas está barrida. «Párate temprano, párate temprano», recuerda K-dosiz como el coro de una canción. Él ya espera arreglado a que le toquen la puerta: «Yordani, Yordani, ¿cuándo vamos a limpiar?». 

Tres niños suben y bajan corriendo por la calle con escobas y una pala. Hay pequeñas montañas de tierra con papeles, palitos de chupetas, bolsas, cartones, potes, amontonados en los bordes de la calle.

—A ver, no se distraigan, ya hicimos el paso uno, ¿qué es? —pregunta alzando la voz mientras recoge papeles del piso al lado del poste que está al final de la cuadra. 

Los niños, más arriba, entre las barridas se persiguen y hacen equilibrio con las escobas en el aire.

—¡Barreeeeeer y amontonaaar! —gritan a coro y vuelven a la actividad.

—Y entonces, ¿ahora qué viene? ¿Cuál es el segundo paso?

—Recoger en bolsas y el tercero es barrer la tierra hacia la montaña —agregan atropellando las palabras de unos y otros.

Desde noviembre de 2019, Yordani se levanta aún más temprano todos los lunes y los martes, que tiene libre en el trabajo, para limpiar su calle. 

—Prefiero hacerlo los lunes, porque hay más niños que tienen la mañana libre, ya que estudian en la tarde.

Comenzó barriendo, y recogiendo la basura, como aprendió de Katiuska, y poco a poco fue involucrando a otros niños de su calle y en total ya son 10, aunque no siempre van todos. 

—Estas actividades son buenas. Él le está dando un buen ejemplo a esos niños. Uno que hizo bastante en la comunidad, montando los postes de luz y limpiando las alcantarillas, ya necesita ayuda de los más jóvenes, porque uno ya no tiene tanta fuerza —comenta Paulino, que vive en el sector desde hace 34 años, mientras ve cómo, poco a poco, la calle va quedando despejada—. Él es el único adolescente que está ayudando… Además, cuando los muchachos están ociosos se meten en cosas malas y él ya se dejó de eso.

Yordani barre hacia la pala que mantiene firme Sofía de 10 años y, entre los dos, echan la basura en la bolsa que levanta Yonaiker de 11. 

—Lo importante es que ellos le agarren cariño a su espacio, a verlo bonito, y que entiendan que lo pueden hacer sin mí. Que no necesitan que yo los mande y los dirija. Por eso limpiamos en tres pasos, para que sea fácil de recordar y si un día yo falto, se mantenga la actividad.

Luego de tener todo en bolsas, las carga hasta la entrada de su casa para guardarlas hasta que pase el camión del aseo. Katiuska le enseñó que nada debe quedar a la vista para que no se convierta en un botadero de basura y tampoco se quema porque ese humo es malo para el ambiente y sus pulmones.

No puedes aprender

nada de la persona que envidias

Pero puedes aprender mucho

de aquella que admiras

—He ido a museos y galerías a ver exposiciones de fotografía y de arte, hicimos un taller de cine, he conocido mucha gente que admiro y me presenté por primera vez en público —sonríe con los ojos achinados mientras habla. 

Con la escoba todavía en la mano, se detiene a tomar café en medio de la calle. Le dice a los niños que recojan los envases de agua y las escobas que llevaron, que lo dejen todo ordenado porque «siempre debe quedar mejor que como lo encontramos».

—Gracias a que Katy confió en mí, otros comenzaron a hacerlo. Ella es como una tía. Me está impulsando a intentarlo otra vez, a retomar los estudios, y solo estoy esperando que sea mayo para comenzar. Ella me ha mostrado otras posibilidades y yo quiero aprovecharlas.

Desde el balcón de su casa saluda a todo el que pasa. Pregunta por un tío, por el perro y las clases. «Adiós, Yordani», le responden las señoras. «¿Cuándo vamos a lanzarnos una improvisación?», le pregunta, emocionado, un grupo de niños. «Dejaron esta calle limpiecita», suelta un muchacha que regresa con su hijo de la escuela.

Ela, su amiga de la infancia, pasa todos los días por esa calle que los niños y K-dosiz limpian. Busca a su niña de siete años en el colegio y, de vez en cuando, se detiene a hablar con su amigo. Se ríe porque él no deja de moverse y de hacer cosas.

—Yordani no es ni la sombra de lo que era hace unos años —dice Ela mientras lo ve terminar de barrer la tierra hacia la montaña que está frente a la calle—. Hasta mi mamá ahora lo adora. Si él necesita algo ella colabora. Es que si alguien está buscando cambiar y mejorar, la gente debe apoyar. Que uno cambie nos ayuda a todos y él volvió a ser el muchacho salido, amable y creativo que era de niño. Y ahora es un ejemplo.

Solo piensa positivo

para lograr tus metas

Respeta, ten valores

Y verás cómo te respetan

La calle está colorida porque algunos muros de San Blas se convirtieron en obras de arte y los rostros sonrientes de los petareños se acercan a ver. Con pinturas de muchos tonos el muralista de Normandía, Seb Toussaint, diseñó durante un mes ocho murales en dónde se lee «Memoria», «Unión», «Compromiso», «Libertad», «Vida», «Dios», «Amistad» y «Resiliencia». 

Son palabras que las mismas personas de la comunidad eligieron para el proyecto que el artista empezó hace seis años y que se llama «Share the Word» o «Compartir la palabra», que busca representar a través del arte un sentimiento colectivo de comunidades vulnerables alrededor del mundo.

Katiuska y el pintor callejero franco-británico conversan con el embajador de Francia, Romain Nadal, que subió con su hijo al barrio para ver el proyecto. Ella le habla sobre el potencial de los jóvenes de la zona que motivan su vida a diario, que son ciudadanos de cambio porque movilizan a la comunidad. Le nombra a Olympus Trap y a K-dosiz que siempre están con ella en cada actividad. El hombre dice que le gustaría escucharlos y ellos, como si fuera una coreografía, se mueven, se agrupan y hacen una rueda.

Yordani sonríe, respira profundo y las rimas comienzan a salir. Sus manos se mueven en el aire acompañando y dándole ritmo a cada palabra.

—Quiero estudiar para superarme y demostrarme a mí mismo que sí pude, que soy capaz. Pero sobre todo quiero que mi mamá confíe en mí, pero se lo debo demostrar. Lo que más deseo es hacerla feliz.

Y voy pa’ lante no pienso perder

Todas las noches escribiendo en un papel

Y aunque a veces todo se pueda hundir

Yo voy a mí, no me pienso rendir