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Foto Carlos Bello

En una diminuta población del llano en Anzoátegui, en la calurosa costa oriental de Venezuela, un niño acompaña la procesión del Nazareno para pedirles a los devotos algo más que una promesa

Son cerca de las cuatro de la tarde y el calor inclemente del llano oriental venezolano no da tregua. A nadie parece importarle, ninguno busca refugio. Una multitud se agolpa a las puertas de una iglesia de humilde construcción: ha perdido buena parte de la pintura de su fachada, su techo es de zinc con grietas y agujeros; hace una década que sus campanas callan. Chocan unos contra otros. Todos vestidos de púrpura y a la expectativa de algo que está a punto de comenzar.

Es Miércoles Santo en Valle Guanape, una pequeña población del estado Anzoátegui. Estamos en 2018, pero aquí y en toda Venezuela, cada año se repite la misma escena. Jóvenes, adultos y ancianos recitando oraciones y cantos de penitencia. De repente, la aglomeración de personas se agita y, a través de las grandes puertas de madera, se empieza a apreciar la figura de un hombre que se eleva por encima de todos.

Su imagen no es digna de halagos. Viste, como todos, un manto púrpura. Pero está encorvado, intentando cargar -a duras penas- un madero que se nota especialmente pesado. Su rostro todo cubierto de sangre. Un hombre herido y maltratado, inspira compasión. Es todo sufrimiento y dolor. Sin embargo, la multitud lo respeta, todos le siguen y caminan detrás de él por las estrechas calles del pueblo.

No avanza mucho la procesión cuando, de entre todos, comienza a abrirse paso con habilidad una figura pequeña y escurridiza. Lleva una franelilla llena de agujeros que antes era blanca y un short muy viejo que apenas logra sostenerse; va descalzo y comiendo -algo desesperado- los restos de un mango. José Gregorio, de 12 años. Fácilmente comparable —a primera vista— con aquel Mandefuá de Pocaterra: “niño de la calle. Granuja, jodedor y tracalero; de esos que hoy pululan por toda Venezuela”.

No tarda en emprender su misión. Va casi corriendo entre las personas y dirige sus súplicas a los fieles. Llega, hala su ropa y, cuando consigue su atención, les habla suave, pero sin vacilar. “¡Señor, deme algo para comer!”. “¡Señora, regáleme un pedazo de galleta!”. Pero nadie le presta atención, algunos siquiera le miran. Todos caminan absortos, tratando de repetir las oraciones y de mantener el paso.

No estudia ni trabaja. Tampoco tiene quien lo mantenga. Vive solo y se alimenta de lo que logre conseguir. La procesión sigue su camino y nadie se fija en él. Sigue caminando y pidiendo, pero sin éxito. Las lágrimas comienzan a rodar por su rostro, ahora él también es todo sufrimiento y dolor, como aquel hombre a quien todos siguen.

La multitud dobla en una esquina y luego en otra. Ya están de regreso y todos se vuelven a agolpar a las puertas de la humilde iglesia. Aquel hombre al que todos seguían entra y desaparece. Su sufrimiento termina hasta el próximo año. Pero José Gregorio se queda afuera, revisa —junto a los perros— las bolsas de la basura de una esquina y no encuentra nada. Luego él también desaparece pero, a diferencia de aquel hombre vestido de púrpura, su sufrimiento no termina.