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Ilustración Betania Díaz

En el barrio 23 de Enero de La Victoria antes le tenían terror a los delincuentes. Ahora tiemblan cuando llegan los cuerpos de seguridad del Estado. Tras una sorpresiva visita que le hicieron en su casa hombres armados y vestidos de negro, de la conmoción la abuela Mirtila enfermó. Y nunca se recuperó. Desde entonces, su familia repite esta frase cada vez que recuerda cómo murió: “a Mirtila la mató el sistema”

―¡Métanse, métanse, que van a echar tiros por el zanjón! ―grita mi tío Wilmer, con urgencia, desde el patio. Tras esa frase, el tiempo parece detenerse. Nadie se atreve a hacer el menor ruido. Todos nos miramos a la cara una y otra vez, a la expectativa, esperando que alguien haga algo. Que alguien entre en pánico. 

No sucede.

Ni siquiera los dos hijos de mi prima Nathalie se mueven, a pesar de que solo tienen siete y diez años. María, la mayor, mira a todo el mundo con sus enormes ojos bien abiertos y brillantes. Santiago, su hermano, permanece muy cerca, casi petrificado en una esquina de la cocina. 

El aroma a café aún está fresco en el aire. Hasta hace unos segundos, esta misma cocina estaba llena de risas y voces fuertes. Ahora, ni siquiera el perro hace ruido. Es 4 de enero y son las 11:59 am. Aunque transcurren solo unos segundos, el reloj de Frida Kahlo en la pared ―proveniente de los tiempos en los que mi tía Taidé vendía productos Avon― parece haber estado detenido por una eternidad. Una vez que inicia movimiento de nuevo, cuando todos entendemos lo que está ocurriendo, parece que el tiempo empieza a correr el doble de rápido.

―¡Métanse, métanse! ―manda mi mamá entrando a las carreras hacia el pasillo― ¡Vayan al cuarto!

Nathalie y sus hijos la siguen. Sé que quiere que yo también lo haga, pero me quedo justo donde estoy, esperando asimilar lo que ocurre.

―¿Quién va a echar tiros? ―pregunta mi tía Lenny cargando a Cocky, su pequeño y alerta poodle.

―La policía ―responde mi tío, viendo, desde la puerta de la cocina, hacia el zanjón que rodea el patio―. 

Unos diez años atrás, él seguramente habría dicho algo diferente. El barrio 23 de Enero de La Victoria  ―no el emblemático de Caracas sino el vecindario homónimo de La Victoria en Aragua, a dos horas de la capital― estuvo asediado durante mucho tiempo por bandas y delincuentes. Los enfrentamientos a pleno día eran algo frecuente. Entonces, el nombre de algún malandro habría sido la respuesta. Ahora, es cuestión de ver a qué cuerpo de seguridad corresponde el uniforme.

 Por eso mi tío observa fijamente, tratando de mantener la calma. Nadie lo dice en voz alta en ese momento, pero todos esperamos que no sea la FAES, las Fuerzas de Acciones Especiales. 

―¿Qué haces ahí? ―grita un oficial de la Policía de Aragua desde el otro lado de la cerca de latón. 

―¡Sal! ―advierte apuntando a mi tío con su pistola.

―Nada, estoy con la familia ―responde él, serio, calmado, mientras levanta las manos y da un paso fuera de la casa― Yo salgo, pana, pero no me apuntes.

―¿Ahí hay pura familia? ―pregunta el policía estudiándolo con la mirada, pero sin bajar el arma.

Mi tío asiente. A pesar de la situación, mantiene los hombros erguidos y una expresión neutral. 

Mi mamá regresa ―seguramente preguntándose por qué no he ido al cuarto tras ella― y nota lo que está ocurriendo al mismo tiempo que mis tías. Las tres lo siguen fuera. “Buenas, ¿pasa algo?”, pregunta una de ellas, no estoy segura de cuál, no sé si son los nervios o la confusión pero para mí podría ser la voz de cualquiera.

 El policía baja el arma en cuanto ve a las tres mujeres, todas mayores de cuarenta, parándose junto a su hermano.

―Nada, es que te confundí, chamo ―dice simplemente―. Tráeme la cédula.

Mi tío obedece y hay un suspiro generalizado en la casa. Los ojos se cierran, los hombros se relajan y de algún modo, da la impresión de que la tensión comienza a disiparse en el aire. 

El policía se va zanjón abajo, a reunirse con el resto de su grupo, después de comprobar el documento. A nosotros no nos queda más que pasar el susto. Para mí, es la primera vez que vivo algo así. Para ellos no. En la calle Las Brisas, del barrio 23 de Enero, esta es una experiencia repetida. Lo cual no quiere decir que estén acostumbrados. 

La mató el sistema

Mi tía Taidé es la mayor de la familia y solo tenía cuatro años cuando llegó al 23 de Enero. Por allá por los 70, mis abuelos la tomaron en brazos, junto a mi tío Rafael, que entonces tenía dos años, y a mi tía Lenny, que solo era una bebé de meses. Dejaron todo cuanto tenían en Zaraza, un pueblito más allá de Valle de la Pascua en el estado Guárico, para buscar otro camino. 

No fueron los únicos con esa idea. Conozco al menos cuatros familias en la misma calle con ese origen y me he pasado la vida escuchando a mis abuelos hablar de la paisana fulana o el paisano mengano, para referirse a otras personas provenientes de Zaraza que conocen por toda La Victoria. 

Era la tendencia de la época, supongo. Durante esos años los precios del petróleo nacional no hacían más que subir y estas personas vivían en el campo sin luz, sin agua, sin transporte. El centro del país ofrecía otras oportunidades: trabajo, educación, comodidades. Las inversiones gubernamentales crecían conforme se acercaban a Caracas y La Victoria estaba ahí, justo a medio camino entre lo que conocían y lo que podían tener.

Mi tía asegura que el barrio no ha cambiado tanto desde que ellos se mudaron, pero entonces solo era un camino de tierra y no fue hasta dos años después, durante el gobierno de Carlos Andrés Pérez, cuando se asfaltó la calle. Ella misma considera que hay mucha más gente ahora.

Mi tía Lenny, mi tío Néstor y mi abuelo son ahora los únicos habitantes de esta casa de cuatro habitaciones y techos altos, que en su momento llegó a albergar también a mi abuela y otros diez hermanos, entre ellos a mi mamá. Desde la muerte de la matriarca de nuestra familia, fue mi tía Taidé la que se hizo cargo de este lugar. Sin embargo, ella se fue a vivir a Chile con uno de sus hijos en abril y mi tía Lenny ―cuya única hija también migró y vive fuera del país― tuvo que mudarse para acompañar a mi abuelo.

Ninguno de nosotros esperaba estos cambios. 

Mi abuela murió en septiembre, hace casi un año. Desde entonces, la diáspora se llevó a tres de mis tíos, cinco primos hermanos y cuatro primos segundos. Mi mamá suele decir que eso sucede porque es la madre la que mantiene a la familia unida. Quizás sea cierto. Igual no es fácil de asimilar. En especial en las tardes tranquilas, donde todo está silencioso y uno aún espera verla salir de su cuarto en cualquier instante, en una de sus batas y con un suéter de punto rojo, lista para preparar un café.

Todavía parece mentira. 

Mi abuela se llamaba Carmen Mirtila Valera pero todos le decían Mirtila. Tenía 68 años y diabetes. De vez en cuando había un achaque, de vez en cuando un malestar. Aun así, todos teníamos la certeza de que iba a vivir bastante. Después de todo, no le faltaba energía para cocinar para muchas personas, echar cuentos o regañar a los nietos, bisnietos, hijos o hasta mi abuelo si era necesario.

“A Mirtila la mató el sistema”.

He escuchado a mi abuelo decir esta misma frase decenas de veces. Es lo primero que sale de sus labios cada vez que cuenta la historia de cómo ocurrió. Después de eso, siempre explica cómo todos los males de mi abuela iniciaron con la entrada de la FAES a la casa.

Ocurrió el miércoles 22 de agosto, tres semanas antes de su muerte. Eran cerca de las seis de la mañana y él mismo escuchó cómo tocaron la puerta. Era extraño. Rara vez alguien se pasaba por ahí tan temprano. Salió a abrir y el grupo de hombres vestidos de negro que encontró del otro lado lo dejó pasmado. Tenían los rostros cubiertos y armas largas. 

No esperaron invitación alguna para entrar.

―¿Dónde está tu nieto? ―exigió uno de ellos.

En medio de la confusión y el miedo, los primero en venir a su mente fueron los mayores, hijos de mi tía Taidé. 

―Uno en Anzoátegui y el otro en Chile ―respondió.

―Siéntese ahí, abuelo ―ordenó uno de los encapuchados señalándole el mueble más cercano.

A pesar de su temperamento llanero y de estar en su propia casa, mi abuelo obedeció. Tres de los hombres bajaron las escaleras con dirección al patio y lo atravesaron para llegar a la cocina. Mi abuela apenas los sintió llegar. Ella estaba ahí, a punto de preparar el primer café del día, cuando esos hombres aparecieron de la nada. Nunca había estado tan asustada en su vida. 

―¿Quién vive aquí? ―le preguntó el primero de ellos.

Explicó que solo sus dos hijos y su esposo, además de ella, y, al igual que a mi abuelo, la hicieron sentar. Uno de los funcionarios caminó hacia el pasillo. Nos contó después que, cuando ella lo vio llegar al cuarto de su hijo, quiso gritarle: “No me lo maten”. Sin embargo, ya sea por miedo o por precaución, ni una sola palabra salió de su boca.

Cuando el hombre abrió la cortina de la habitación, solo encontró a mi tío Néstor, de 47 años, quien ya los había escuchado y ―sin saber que podría ocurrir en esa situación― se sentó en el borde de su cama a esperar. Mi tía Taidé, por su parte, se topó con ellos en el pasillo, luego de que el sonido de muchas voces la alertara. Nadie sabía qué decir mientras los hombres armados registraban la casa, sin hallar nada en particular.

Después de ese momento crítico, mi abuela no recordaría mayores detalles. 

―Me quedé en blanco ―nos dijo.

Pasó la mayor parte de esa inesperada visita mareada y a punto de perder la consciencia. Ella era diabética. En medio del estrés su cuerpo mandó un golpe de energía a sus células, pero la insulina en su sangre no fue capaz de procesarla. Entonces la glucosa comenzó a acumularse y acumularse. Pudo desmayarse. 

Pudo caer en coma, de hecho. 

Después del episodio, no dormía. Tuvo vómito durante días. Se sentía siempre débil y enferma. Los nervios no la abandonaban. El sábado 8 de septiembre, comenzó a sentirse mucho peor. Una amiga de mi tía Lenny, de visita en la casa, se ofreció a trasladarla al ambulatorio Padre Lazo, para que la atendieran. Ella se negó. No le gustaban los médicos, ni los hospitales. Además, ya era tarde.

Aun así la llevaron.

En el camino de regreso, un grupo de delincuentes detuvo el carro. A punta de armas los obligaron a bajar. Se robaron el vehículo junto con bolsos, carteras, teléfonos celulares, dinero y todo lo que tenían dentro. Pese a su úlcera varicosa, la abuela debió caminar casi un kilómetro y medio para volver a la casa.

Su condición se fue en picada a partir de entonces. Pasó una larga temporada en casa de uno de mis tíos en Las Mercedes, para estar cerca del hospital. En el José María Benítez de La Victoria se negaron a recibirla durante días, hasta que el miércoles 12 de septiembre creyeron que estaba sufriendo un infarto. No fue así, pero bastó para que la internaran. 

Debimos llevar una colchoneta y sábanas para la camilla y comprar analgésicos en ampollas para la abuela. No hubo análisis de sangre, ecosonogramas, rayos x, ni ningún examen a pesar de que tenía fiebre y se quejaba de mucho dolor. Todo lo que le proporcionaron fue hidratación y oxígeno, a ratos, cuando no necesitaban la mascarilla para otro paciente.

Tres personas mayores murieron en la misma sala de emergencia ese día.

Su ingreso oficial al hospital ―con acta, formularios y orden de que la viera un especialista― se hizo el 13 de septiembre a la 1:00 am. Ella falleció cerca de tres horas más tarde.

En la funeraria donde prepararon su cuerpo, nos aseguraron que murió de hepatitis. No especificaron qué tipo de hepatitis, sólo nos dijeron que le encontraron el hígado muy inflamado. En el acta de defunción, para la cual no se realizó autopsia, se lee shock séptico como la causa de muerte.

Ese fue el segundo operativo de este tipo realizado por la FAES en el barrio en 2018 y en el que fueron abatidos dos hombres que decían eran delincuentes. El primero ocurrió casi un mes antes, el lunes 30 de julio, y dejó cinco muertos luego de un enfrentamiento que mantuvo en zozobra a toda la comunidad.

Siempre falta algo

“¡Coño, aquí cuando hay gas no hay agua y cuando hay agua no hay gas!”. 

Ha pasado casi medio año desde la primera vez que escuché la frase. Mi mamá, mi tía Taidé y yo estábamos en la cocina una mañana, cuando la vecina del otro lado del zajón se lo gritó a uno de sus hijos. Nosotras solo nos miramos y reímos, sin saber cómo reaccionar.

Después de eso, la he escuchado un montón de veces. De algún modo, conseguimos convertirla en un oscuro chiste interno y la repetimos cada vez que algo falta. 

Y siempre hay algo que falta.

En una mañana cualquiera, mi tía Lenny manda a alguno de mis primos ―el que esté ese día en la casa― a conseguir una garrafa de agua con una de las vecinas. Solo un par de litros, los suficientes para lo imprescindible: cepillarse los dientes y hacer café. Este ―el café― es el único lujo que nos hemos dado siempre en esta familia. Puede no haber más nada, pero el termo rara vez está sin uso. 

La tía Lenny lo prepara automáticamente, como una rutina que ha hecho cientos de veces: hierve el agua en una olla ennegrecida y sin mango, y la pasa por un colador de tela con la misma medida de azúcar y café que usaba mi abuela. Antes de ella, mi tía Taidé realizaba esta tarea de la misma manera. Mi mamá sigue diciendo que, aunque sea el mismo café y las mismas proporciones, no sabe igual.

Por toda la cocina hay recipientes con agua. Garrafones, tobos con y sin tapa, jarras, ollas, tazas. Lo importante es no quedarse sin ella y para eso, pues, hay que improvisar. La calle Las Brisas tiene cinco años sin agua. Son muy pocas las casas que aún reciben el servicio y siempre es de forma muy esporádica y escasa.

A la mayoría le toca ver como resuelve. Sea cargando desde alguna toma de agua cercana, o pagándole a alguien para que lo haga. Un hombre del barrio, a quien apodan el Gordo, cobraba siete mil bolívares hace unos meses por llenar un pipote. Hay que avisarle temprano y esperarlo gran parte del día. Por supuesto, un solo pipote no es suficiente para una casa en la que, de un modo u otro, siempre hay gente.

Por eso hay un latón, amarrado a unos alambres, colgando del techo en la parte de atrás de la casa. Debajo, un par de tobos esperan recibir toda la lluvia que sea posible a través de este rudimentario canal. El tanque azul de mil litros, está también en el centro del patio, sin tapa, a la espera de lo que caiga del cielo. En el último mes esa ha sido la mejor solución al problema, aunque durante la sequía no era tan fácil. 

La gente del barrio llegó al extremo de recorrer las calles de La Victoria ―a pie y en grupos― en busca de tomas de agua en otras comunidades, para tumbarlas y tratar que esto ayudara, de alguna manera, a que el agua finalmente llegara. Mi abuelo, con 78 años, fue en varias ocasiones. La situación generalmente terminaba en discusiones o peleas. Igual la idea no ha servido de mucho.

Pero la mayoría de ellos no sabía qué más hacer.

El agua ―o más bien la falta de ella― es un problema que no se puede ignorar fácilmente, incluso cuando uno logra conseguirla. Siempre hay alguien más a quien le falta. 

Algunos vecinos que no pueden adquirirla con regularidad han optado por tirar bolsas y periódicos con excremento a un espacio en el zanjón que divide las calles Coromoto y Las Brisas. Ese sitio, que en el pasado fue una vía alterna y un patio de juegos para muchos niños ―incluyéndome― se ha convertido ahora en un tiradero de basura debido a la escasa aparición del aseo urbano en la localidad.

Visualmente es desagradable. También, la cercanía de los desechos al patio de la casa hace que en algunos momentos del día ―sobre todo en tiempo de pocas lluvias y mucho calor― el hedor sea casi insoportable. Aun así, el zajón no deja de ser transitado. Algunas veces, por aquellos días en los que el gas tiene hasta tres meses sin llegar a la comunidad, un grupo de niñas lo recorre en busca de leña. En la casa también se montan fogones, pero basta con que mi tío Néstor pique algún palo seco del patio y eso es todo. 

“¿Señora, puedo agarrar ese palo? Está afuera”, tienen que gritar, en cambio, estas niñas cuando hay alguien que las observa y la leña está muy cerca de una casa. Se les puede ver, golpeando contra el piso los trozos más grandes, para reducirlos y hacerlos más fácil de llevar. O buscando alguna cuerda o bolsa entre los restos para juntar todas las ramas pequeñas y seguir su camino.

Siempre falta algo.

Si no es gas, es el agua. Si no es el agua, es el aseo. Si no, la luz.

Desde que iniciaron los cortes eléctricos, el barrio sólo recibe alrededor de ocho horas de luz diarias. Casi nunca durante la noche. Dormir se vuelve casi imposible. Las sábanas se pegan con el sudor. El aire no circula y los zancudos zumban toda la noche.

Siempre falta algo.  

Y los días pasan.

Y mi tía sigue pidiendo garrafas de agua para hacer café. Y sigue esperando al Gordo, a ver si trae el pipote de agua que ya se le pagó. Y mi abuelo sigue deseando que llueva para que se llene el tanque. Y mi tío corta palos, para tener leña lista por si toca montar un fogón.

Y hay una vela encendida, junto a la foto de mi abuela, en el último cuarto, donde ya nadie duerme, porque su dueña se fue a Chile en noviembre.

Y mientras tanto, las personas del 23 de Enero siguen saliendo a trabajar muy temprano en la mañana.

 Los fines de semana, alguna familia despide a un pariente en el terminal de La Mora, mirando cómo se aleja el autobús rumbo a San Antonio del Táchira, en la frontera con Colombia.

Y por las tardes tranquilas, los niños de la calle Las Brisas siguen jugando al fútbol descalzos sobre el asfalto. En las noches hombres y mujeres por igual se sientan en las entradas de sus casas ―en la oscuridad― para hablar del día a día y esperar en vano que la electricidad regrese. 

Al final, antes de irse a dormir, todos cierran con llave y el deseo que la mañana siguiente no sea el día en el que un grupo de hombres armados vestidos de negro toque a su puerta.