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Foto Miguel Hurtado

El andén de la transferencia Línea 3 está repleto de gente, el Metro tiene diez minutos de retraso. Hay tantas personas que algunos pies pasan el límite de su seguridad –la franja amarilla. La gente se acerca cada vez más al borde del andén. El túnel se ilumina, la gente se mueve. El Metro llega, los vagones abren sus puertas. Las personas que estaban cerca de la franja amarilla corren para sentarse, los que están de últimos empujan a los demás, los que estamos en el medio sufrimos porque ya no queremos entrar pero no podemos escapar.

Mi cuerpo deja de moverse por voluntad propia, quedo en el medio de una ola que me arrastra hasta una lata de metal y me obliga a quedarme de pie en una posición extraña e incómoda porque es la única forma de sostenerme de algún lugar.  Hay tanta gente que no puedo ver la salida. Mi nariz queda a la altura de varias axilas, uno de mis brazos se aferra al bolso que cargo. El tren no arranca y me empiezo a desesperar. Muevo rápidamente una de mis piernas, mi respiración se acelera.

Veinte minutos en el mismo lugar. Ahora muevo las dos piernas mientras cierro los ojos para intentar calmarme. Suena una alarma, las puertas se cierran, el Metro arranca. Primera estación, se bajan dos personas. Me preocupa no poder salir. Segunda estación.

Permiso, por favor.

Yo creo que nunca vas a llegar a esa puerta.

Si me dan permiso probablemente lo logre.

La gente no se mueve, los que están afuera entran sin compasión y trancan la puerta. “Permiso, por favor”, digo mientras trato de mover a una pareja. Una señora me golpea, mi bolso se queda atorado entre un montón de brazos, un niño me ayuda  a sacarlo. Otra mujer me empuja y caigo.

Mi pierna derecha está el espacio que queda entre el borde del andén y las puertas del Metro. Mi rodilla está contra el metal y no sé cómo salir de ahí. “¿Será que me la partí?”. Una niña con uniforme de camisa azul se asusta, me agarra por los brazos y me levanta de un tirón. Suena la alarma, las puertas se cierran. Unos segundos más y me hubiese quedado sin pierna.

“Gracias, de verdad”, digo mientras intento mantenerme de pie. La pierna me duele, subo las escaleras con dificultad. Llego a los torniquetes cojeando con un poco de sangre en la rodilla y dos morados en la pierna.