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Un motorizado choca contra un poste y un cable se rompe y ocasiona un cortocircuito. Un edificio se queda sin energía eléctrica. No es algo nuevo. En Barinas, al calor del llano, son más los días a oscuras que con las luces encendidas. Nuestra cronista Arantxa López cuenta las escenas de lo que ya se ha vuelto rutina -como compartir la lavadora y la ducha cuando hay agua- en la ciudad donde viven sus padres.  #EstoEsCotidiano

Un destello de luz se ve desde mi ventana. Es un domingo de agosto, son las doce de la medianoche y no me he dormido. Estoy acostada con el teléfono en la mano porque, a diferencia de otros días, hoy el Internet está rápido. 

Durante unos minutos todo está en silencio y al siguiente se oye una explosión. La conexión a la red se cae, las luces del edificio se apagan. Me asomo por la ventana, no logro ver más que oscuridad pero oigo a un grupo de personas gritar. 

Mi mamá se despierta y su pregunta tiene eco: “¿Qué habrá pasado?”. 

Abrimos las ventanas del balcón. El griterío de la gente se hace más fuerte. A la una de la madrugada comienza a sonar la sirena de una ambulancia, a la una y diez llega un carro de la policía. El edificio se llena de murmullos: “¿Escuchaste el estruendo que sonó? Creo que primero oí una moto”.

Mi mamá da vueltas por el apartamento mientras piensa en voz alta: 

—Ahora estaremos sin luz durante un mes. Se oyó como una explosión. ¿Tú viste un destello de luz desde la ventana?… Si fue un transformador no tendremos más luz en la casa. Así pasó hace tiempo, van a tardar en venir a arreglar esto. No tengo casi velas. ¿Será que a la linterna le quedan pilas? Bueno, ya veremos.

Nos acostamos sin información y amanecimos sin luz. Comenzamos la semana sin poder prender ningún artefacto eléctrico, pero aquí eso no es nuevo.

***

Vivo en el primer piso de uno de los edificios de la Urbanización Cuatricentenaria, en la Parroquia El Carmen de Barinas, en los llanos occidentales de Venezuela. Mi cuarto tiene vista hacia la avenida Guaicaipuro. Al frente queda un ambulatorio y un poco más lejos, en el horizonte, se percibe la silueta de uno de los picos merideños, en el piedemonte andino. Eso último lo dice mi mamá cada vez que el cielo está despejado, así habla con cierta nostalgia de Mérida, la ciudad de Los Andes donde nació.

Barinas es la capital de Barinas, un estado llanero, el noveno con mayor superficie del país, la región donde nació y creció el expresidente Hugo Chávez Frías. Según el Instituto Nacional de Estadísticas, en el año 2015 vivían en la entidad novecientos mil habitantes y en su capital -conocida como la Ciudad Marquesa- alrededor de quinientos mil. Es la urbe más poblada de los llanos.

Desde el primer apagón nacional ocurrido el siete de marzo de este año, Barinas –junto a Mérida, Zulia, Táchira, Trujillo– es uno de los estados que puede contar fácilmente la cantidad de horas que ha tenido electricidad, porque son pocas. Eso no pasa en Caracas, la ciudad más importante del país, donde trabajo y donde hace poco terminé una carrera universitaria. 

El tema de la luz me afecta cuando viajo a Barinas para visitar a mis papás dos veces al año: en agosto y en diciembre. Pero también me perjudica cuando estoy en Caracas porque solo puedo recibir sus mensajes cuando ellos tienen luz y señal de telefonía cada cuatro, siete, doce o veinte horas. 

A veces creo que mis papás ya no escriben nuevos mensajes, solo los reenvían: 

“No hay luz, te escribo cuando vuelva / Llegó la luz desde ayer que se fue / He pasado todo el día sin luz, tal vez llegue esta noche o mañana / No había escrito porque no hay luz desde hace siete horas / Tengo el teléfono descargado y la luz no ha llegado, voy a apagarlo / Volvió la luz, pero quién sabe hasta cuándo”.

Esto no comenzó en marzo de 2019. Desde el año 2018, previo a la crisis de apagones, varias entidades del país han tenido un “horario” de racionamiento eléctrico. El trece de marzo de 2018 Luis Motta Domínguez, ministro de Energía Eléctrica, informó que había sequía en Venezuela. Una disminución de los niveles de agua en las represas del sur occidente del país, entre los estados Mérida y Barinas. La solución era “administrar la carga eléctrica”: seis horas de interrupciones programadas de manera rotativa en los estados Apure, Mérida, Táchira, Trujillo,  Portuguesa y lamentablemente Barinas, según lo publicado por la Corporación Eléctrica Nacional (Corpoelec).

Un plan que sería aplicado solamente durante el mes de marzo aunque los cortes fueron aleatorios y algunas horas o días no coincidían, y el período fue mucho más largo del acordado. Poco tiempo después, en octubre del mismo año los estados Aragua, Carabobo, Distrito Capital, Falcón, Lara, Miranda, Nueva Esparta, Portuguesa, Táchira, Trujillo, Yaracuy, Zulia y, por supuesto, Barinas, vivieron un “mega apagón” después que se incendiara –y explotara– una subestación de energía conocida como La Arenosa, ubicada en Carabobo. 

Pero ese año tampoco fue el comienzo de la era sin luz.

El treinta de octubre de 2015, la BBC Mundo publicó un reportaje sobre algunas causas de la crisis eléctrica en Venezuela. Cortes de luz, racionamiento eléctrico. Sequía, sabotajes, fallas de mantenimiento, explosiones y tormentas eléctricas. Problemas que también se habían reportado en retrospectiva en 2014, 2011 y 2009. 

En Caracas no hubo luz por tan solo algunas semanas de 2019.

En el interior del país no ha habido luz desde hace mucho más años

***

Domingo once de agosto, siete de la mañana. El radio prende pero la nevera está apagada. Las luces no alumbran lo suficiente. El regulador de la cocina indica que el voltaje está bajo.

Lizmar, la vecina que vive al final de nuestro pasillo, llama: 

—Mi esposo –trabajador de Corpoelec– dijo que es una falla eléctrica. Solo van a prender los equipos con voltaje 110, los de 220 no. Parece que el problema fue una moto que chocó.

Rosa, la vecina del tercer piso, baja. 

—Buenas, ¿Ustedes tienen luz? A mí ni siquiera me llega la 110. ¿Será que puedo cargar los teléfonos aquí? ¿Se enteraron de lo que pasó? 

—Parece que fue un choque. 

—Un motorizado estaba tomado, iba muy rápido y chocó contra el poste de la esquina, dobló el tubo y el cable se tensó tanto que hizo corto circuito y explotó del otro lado. 

—La luz que vi desde mi cuarto. 

—Llegó una ambulancia al rato pero el golpe fue tan fuerte que el hombre murió, y el edificio se quedó sin luz.

Doce y media de la tarde. Llega Corpoelec. Revisan el poste, tratan de enderezarlo. El cable se rompe, la luz se va por completo. 

Los vecinos del edificio se reúnen:

—Los de Corpoelec dijeron que pueden arreglarlo pero necesitan que nosotros compremos el cable y los materiales —informa un vecino. 

—¿Por qué no lo hacen ellos? —responde otro.

—Porque no tienen. Dicen que la reparación saldrá en unos tres mil dólares, —explica el vecino que informa. 

—¿Y de dónde vamos a sacar tanto dinero? —reacciona otro.

—Tenemos que ver qué hacemos. Hasta que no se arregle el problema no habrá luz.

—Pero son tres mil dólares.

No soy buena en matemáticas pero traté de sacar cuentas: mi mamá es profesora jubilada y quincenalmente le pagan setenta y siete mil. Su mensualidad es de ciento cincuenta y cuatro mil bolívares. Al cambio serían unos trece dólares –en ese momento el dólar estaba alrededor de doce mil bolívares–. Trece dólares por cuarenta y cuatro apartamentos que tiene el edificio darían un total de quinientos setenta y dos dólares. 

Solo faltarían dos mil cuatrocientos veintiocho dólares para poder pagar lo que estaban pidiendo.

***

Bajo las escaleras del primer piso. Abro la reja de la parte trasera del edificio. Camino hasta el tanque subterráneo y entro. Cerca del piso hay un tobo verde que tiene un mecate anudado al asa. El otro extremo del mecate está sujetado a una tubería del tanque. Agarro el tobo y lo tiro al fondo del tanque, como si fuese un pozo. El recipiente impacta contra el agua, lo poco que queda. Se nota que hay mucho menos de los sesenta y seis mil litros de agua que puede contener el tanque de cemento. El tobo se llena, el mecate se tensa y lo sujeto con ambas manos. Subo el tobo verde y lo vacío en un tobo azul que tiene escrito el nombre de mi mamá. 

Repito el proceso, ahora lleno un tobo gris. 

Dejo el de color verde y el mecate en el piso. Agarro mis dos tobos, subo hasta mi apartamento y lleno un pipote que tiene mi mamá en el baño. Este es el primero de seis viajes que debo hacer para poder llenar el pipote, el tanque de la poceta, dejar agua recogida en la cocina y mantener el tobo azul y el gris llenos. Seis viajes porque puedo cargar con los dos tobos a la vez, pero mi mamá no me ha dicho cómo hace ella cuando yo estoy en Caracas y ella está sola, sin agua.

En Barinas casi nunca hay agua. 

Cada dos semanas llega agua de la calle al edificio. El tanque subterráneo se llena y establecen un horario: se abre la llave de paso para que salga agua en cada apartamento a las siete de la noche. Tres días durante una semana. Cuando el promedio del agua está por debajo de la mitad toca cargar agua directamente del pozo, con los tobos.

Si pasan dos semanas sin agua, se llama a HidroAndes para ver si pueden mandar un camión cisterna. La cisterna casi nunca llega pero siempre se considerará una buena opción.

***

Doce de agosto, cinco y cuarenta de la tarde. Los vecinos convocan a una reunión en el estacionamiento del edificio.

—Fui a la Alcadía y dijeron que hay que hacer mucho papeleo –comenta Luis, uno de los que forma parte de la Junta de Condominio del edificio–.  Fui a PDVSA y me dijeron que debemos conseguir unas firmas. Los de Corpoelec dijeron que todavía debemos conseguir los materiales. Veremos qué pasa en los próximos días.

Trece de agosto, ocho de la mañana. Jorge, un amigo de mi papá después escuchar la historia comenta: 

—Yo digo que hay que ir a la gobernación y poner una demanda o pasar un comunicado. Eso no puede ser así. ¿Por qué la comunidad tiene que poner los materiales? No, eso no puede ser, Corpoelec es del Estado y a ellos les corresponde arreglar ese poste porque fue un daño en la calle, no dentro del edificio. Pero todo siempre es así.

 Once de la mañana. La señora del tercer piso baja. 

—No vamos a tener luz ni hoy ni mañana ni pasado. No me quedó de otra y saqué mi cava, ahí voy a tener la comida. Mientras yo tenga hielo usted también –le dice la señora Rosa a mi mamá. 

—¿Va a la casa de su otra hija hoy? 

—Sí porque Maricruz tiene que planchar las camisas del trabajo. Nos vamos a bañar allá, busco agua, hielo y recargo el teléfono. 

—¿Y qué sabe de Magaly? 

—Le di la cola hace rato. Cargaba las carnes en una bolsa para dárselas a su hermana antes de que se le dañaran. Yo espero que a ella le haya quedado comida.

Diez y cincuenta de la noche. Mi mamá tiene fiebre y está en el baño vomitando. Llueve a cántaros. 

—En unos minutos se me pasa —dice mi mamá. 

Busco mi teléfono y uso la luz del flash como linterna, trato de echarle aire. Llueve, pero el calor es insoportable. Mi mamá mejora y se vuelve a acostar. Veo por la ventana que la avenida está iluminada. Abro la puerta del apartamento y veo los otros edificios con luz. 

Esto no es un apagón más. Aquí no existe la incertidumbre de no saber cuándo volverá la luz. Aquí se tiene la certeza de que no volverá en mucho tiempo.

***

Catorce de agosto, nueve de la mañana. Decido ir a la casa de mi papá. Lavo la ropa sucia, me baño, cargo los teléfonos, pongo a congelar hielo y aprovecho de usar el Internet para trabajar y comunicarme. 

Siete de la noche, la luz se va. Mi papá prende una vela y prepara la cena.

—Espero que vuelva pronto porque esta es la última vela que me queda. ¿Sabes en cuánto está un paquete de velas? 

—No. 

—Doce mil. Cuatro velas pequeñas.

Nueve de la noche, llega la luz. La nevera de casa de mi papá no prende, el voltaje está bajo. Me acuesto a dormir, no hay señal pero por lo menos los teléfonos están cargados. 

Quince de agosto, siete y media de la noche. Estoy en el apartamento de mi mamá. Abren las llaves del agua, mi mamá comienza a llenar los tobos. El proceso se hace lento porque en medio de la oscuridad es difícil ver el agua solo con una vela. No debería usar la batería de los teléfonos a menos que sea una emergencia. 

Esta no es una emergencia, es una rutina. 

Dieciséis de agosto. Las horas sin luz pasan lento. Los vecinos convocan a otra reunión. 

—Se va a solucionar el problema. Hablamos con alguien que trabaja en HidroAndes para que abran una zanja en la calle y poder pasar el cable por ahí, debemos dar quince mil bolívares por apartamento. Ya los de Corpoelec dijeron que ellos podrán poner el cable, por instalarlo serán otros quince mil. Hay que hacer las transferencias esta misma tarde.

Voy a la casa de mi papá para hacer los pagos y me quedo unos días.

Martes veinte de agosto. Mi mamá me llama por teléfono: 

—Ya hay luz en el edificio. No ha llegado a todos los apartamentos, pero solucionaron el problema. 

Regreso a casa. 

Veintiuno de agosto. Se va la luz, pero solo por una hora, como pasa casi todos los días.


 ***

La puerta de uno de los apartamentos de la planta baja se abre. Sale una muchacha con una bolsa, detrás de ella una mujer habla: 

—¿A qué hora llegas? 

—Todavía no sé, aquí solo llevo tu ropa y la mía. Las lavo allá y cuando se sequen regreso. Ojalá hoy no llueva. ¿Traigo hielo? 

—No, trae un pote agua solamente.

Se despiden.

Al final de ese pasillo se escucha el motor de la planta eléctrica que acaban de prender en el primer apartamento. Dos pisos más arriba se encuentra una mujer cargando los botellones de agua que trajo en una camioneta. Tres apartamentos hacia la izquierda, se ve una cuerda con ropa tendida. Los dueños están usando el agua del tanque que instalaron para casos de emergencia. Del otro lado del pasillo se encuentra la señora Rosa; va de salida con su hija y su nieta a bañarse y buscar agua en casa de los familiares que viven en otra urbanización, como hace la mayoría de los días. Dos pisos más abajo está mi mamá llamando por teléfono al chofer de un camión cisterna. 

—Buenas tardes, ¿hay posibilidades de que vengan a la urbanización Cuatricentenaria? ¿Se accidentó? ¿Cuándo? Ay, no puede ser. ¿No pueden mandar otro? No, tienen tiempo sin venir. Bueno, está bien, gracias.

Todas las semanas mi mamá hace la misma llamada, no importa cuántas veces la respuesta sea una negativa.

En el mismo piso, del otro lado del pasillo, una mujer riega sus plantas con el agua que buscó en otra parte de la ciudad.