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Una mañana de abril de 2014, conversando con Víctor Lira, el guarapitólogo, sobre las tradiciones de El Hatillo, se interrumpió, advirtiendo: “Si usted quiere saber sobre este pueblo, hay que llamar a Antonio Guerra”. Sin esperar respuesta, Víctor cruzó la calle justo frente a su casa, tocó una puerta y en minutos regresó con un hombre muy delgado, medianamente alto, pelo y bigotes canosos. Una figura quijotesca. Antonio y Víctor han sido amigos desde la adolescencia. Uno, cerca de los 80 años de edad, el otro ya los pasó. Buena parte de sus vidas han sido cómplices en eso de proteger el patrimonio cultural de El Hatillo. A partir de su llegada, la mañana fue de Antonio, quien generosamente narró parte de la historia de El Hatillo donde nació y vivió siempre.

I.

“El Hatillo es un pueblo de migrantes, de gente de paso. La gente vino por necesidad de trabajo desde Los Valles del Tuy, Baruta, Petare, Macarao, de Aragua. También de más lejos: Italia, las Canarias, Portugal. Algunos pocos se han quedado, pero la mayoría se va. No sé por qué, pocos nos quedamos, inclusive de los que nacimos aquí.

“Esta es una tierra de gracia, agrícola por excelencia, y lo fue por muchos años, siglos. Desde la Colonia se ha cultivado café, tabaco, frutas y tubérculos. Más tarde, vino gente de Galipán y cultivó flores. Hoy queda muy poco de eso, pero nada de café o tabaco. A finales de 1800 instalaron, cerca de aquí, una de las primeras plantas eléctricas del país. Empezó el cambio hacia otra cosa…”

El contador de historias baja la vista. Ese “cambio hacia otra cosa” queda en el aire. Pareciera que no le gusta lo que sigue, lo que ha seguido. Cambia de tema.

“Este fue un pueblo de analfabetas por muchos años. La primera escuela se crea casi a los 100 años de fundado. Eso ha hecho las cosas más difíciles porque los que saben, vienen de afuera”. Insiste: “Algunos se quedan, pero la mayoría, se va”.
II.

Antonio Guerra sabía mucho. No solo sobre El Hatillo, sino sobre la vida. Sabía sin haber ido al liceo o la universidad, sino por la pasión por el conocimiento. Leía de todo y desde niño escuchaba historias, sobre todo las del pueblo, y las memorizó.

A pesar de tanto saber sobre El Hatillo, nunca fue cronista oficial del pueblo pero, sin dudas, fue el historiador, el cronista nato. Para saber algo sobre la historia de El Hatillo, no era necesario buscar libros ni consultar Wikipedia. Bastaba con acercarse a su casa, ahí, a una cuadra de la plaza Sucre o llamarlo por teléfono y seguro que él respondería con amabilidad y una cierta humildad: “Soy alguien que ha oído cuentos de El Hatillo y puede echar cuentos de El Hatillo”.

Aquella mañana de abril del 2014 Antonio fue locuaz, generoso, detallista. Se veía que disfrutaba el compartir tantos recuerdos. Aunque algunos ya le costaba encontrarlos y tenía que hurgar silenciosamente en su memoria.

En años mozos, Antonio fue contador por oficio y vendedor de automóviles. Hombre de cifras y de palabras, lo suyo era ordenar los hechos y las fechas. Por ejemplo, los hitos de la historia contemporánea del pueblo –en algunos de los cuales fue testigo de excepción– y los de más atrás, los presentaba ordenadamente, por décadas.

III.

“Cerca de 1920, llegan de muchas partes algunas de las familias que todavía están por aquí y conforman el pueblo, los Armas, de Guatire; los Oropeza y los Requena de Macarao, los Guanches, de Petare, entre otras.

“En los años treinta y cuarenta, la familia López Contreras, dueña de la hacienda La Lagunita, comienzan a urbanizarla y se crea el colegio Conopoima, donde asistió mucha gente del pueblo.

“En los cuarenta y cincuenta vienen Francisco Castillo a su hacienda El Guamal y Ricardo Wagner a la hacienda Las Marías, quien junto a Gustavo San Román y los Ravell empiezan la explotación avícola con los pollos beneficiados. Esto se volvió puras polleras, pollos por todos lados. Ellos se hacen socios y crean Purina, alimentos para animales y una empresa constructora –Vica– que desarrolló Las Mercedes, San Román, Prados del Este, y, después, el Alto Hatillo y La Lagunita.

“Todo eso pasó en los cincuenta y sesenta, y hubo mucho desarrollo de la construcción por aquí con canteras de piedras que sacaban de La Lagunita, concreteras y bloqueras. Cambios estructurales en la economía. En el pueblo hubo fuentes de trabajo y aunque mucha gente por aquí no los quiere, ellos ayudaron a desarrollar si no al pueblo, sí los alrededores: crearon el club social Monterrey (donde está ahora el centro comercial El Hatillo) y patrocinaban a los equipos deportivos de béisbol, fútbol y bolas criollas que teníamos. Eran buenos equipos –ahora el tono de voz es claramente nostálgico–. Se abrieron pensiones en las casas de familia que hospedaban a los obreros de la construcción. La gente venía, trabajaba y se iba. Pocos se quedaron.

“En los setenta llegaron los hippies, los artesanos, se pusieron a vender, a abrir tiendas. Comenzó el turismo. Se sintió el impulso comercial y llegó la droga. Eso nos ha hecho mucho mal. Por aquí vivían aquellos del secuestro del niño Vegas. La droga por aquí pasa desde los Valles del Tuy para Caracas. Ahora en el pueblo hay horas y sitios donde no se puede ni ir y esto no era así.

“De los ochenta para acá, el pueblo digamos que se perdió –aparece un dejo de malestar en su voz, aumenta el tono– por lo del comercio y el turismo. Este es un pueblo donde las casas no tienen sala, todas son tiendas. Yo no diría que es un pueblo turístico, aquí no hay ni una posada, ni un hotel. Todo el mundo viene y se va. Hoy por hoy es un sitio gastronómico por excelencia. Ni los artesanos se quedaron, pero el pueblo perdió su condición de pueblo.
“Los pueblos los hacen sus habitantes. Nosotros, los pobladores de El Hatillo, estamos luchando por mantener algunas tradiciones. Aquí han llegado autoridades, alcaldes, que han hasta prohibido las fiestas populares. Ahora tenemos que reivindicarlas. Es un esfuerzo que se hace con la Semana Santa, los carnavales, las fiestas patronales de Santa Rosalía de Palermo, el Encuentro Hatillano”.

IV.

Antonio habló durante casi dos horas dejando escapar pocas expresiones del rostro. Solo en el tono de voz hubo dejos de tristeza, de nostalgia, hasta de molestia. Pareciera que el pasado no le entusiasmaba, aunque el futuro tampoco.

Habló mucho del pueblo y poco de él. Apenas precisó sus 75 años y con orgullo se refirió a “nosotros los viejos”, pero en los silencios que surgieron por los vacíos del recuerdo –que fueron varios esa mañana de abril– miraba al suelo, escudriñando y cuando no encontraba lo buscado, pidió ayuda a su amigo Víctor, mayor que él. Al tener la información, retomaba la conversa y cada cierto tiempo, reiteraba lo que sonaba a su preocupación central: “Este es un pueblo donde la gente no se queda, hay muy poco arraigo. Yo necesito que alguien me ayude a entender por qué”.
V.

Las reminiscencias religiosas también le servían a Antonio para pautar su imagen de El Hatillo como un pueblo de peregrinos.

“Han venido sacerdotes de España y Venezuela… pero se van o se mueren. Poco queda. Con el terremoto de 1900 se cayó la cúpula de la iglesia y desde entonces, no tiene”.

Víctor, su contemporáneo, coincidía con Antonio en que todo se está perdiendo. Siente que la generación de relevo es muy poca.

VI.

Esa mañana de abril de 2014 Víctor Lira nos brindó guarapita y amenizó el ambiente con música de la Billo´s Caracas Boys. Antonio, sin dejarse tentar por la una ni perturbar por la otra, pausado y reflexivo, nos contagió el entusiasmo por el tema que él más conocía de tantos: el devenir de El Hatillo y su gente.

Un año después, cuando quisimos continuar esa conversa, Antonio estaba muy enfermo. Queríamos despejar con él la incógnita del poco arraigo y conocer sus ideas para que el progreso de El Hatillo no sea a costa de la desaparición del pueblo, de su arquitectura, su gente y sus tradiciones. No pudimos. Poco tiempo después, como muchos otros que le antecedieron, pero quizás no tan lamentados por sus paisanos y vecinos, Antonio también se fue, pero no del pueblo que tanto amó.